Hace ya una semana que he regresado del pueblo. No he escrito nada del pueblo este año. Este año tampoco. Si he escrito desde él. En realidad ha sido muy revelador este mes de agosto. Comienzo admitiendo que salí corriendo de la ciudad más pronto de lo habitual; lo antes que pude, atemorizada y casi ansiosa. Llegar allí fue una carcajada de incredulidad. A pesar de mi huida de la ciudad y llegar al campo con las maletas llenas de pánico, he de decir que al primer soplo de aire con sabor a madera y tierra, se esfumaron todos mis demonios. Allí no tienen donde refugiarse; solo hay kilómetros y kilómetros de campiña, dorada y verde helecho. Allí es difícil guardarte algo en el pecho. Para bien y para mal. Hemos hecho muchas cosas; tantas, que no tengo la sensación de otros años, de haber perdido el tiempo, de no haber aprovechado mi estancia allí. Qué revelador ha sido este año. Digo que allí es difícil guardarse algo en el pecho porque cada día es más deslumbrante que el anterior, una nueva paleta de colores esperando ser admirada, horas y horas que pasan perezosas y deliciosas y te permiten admirar cada detalle de todo lo que pasa durante el día (y la noche). Qué magníficas son las noches en el pueblo. Qué largas y qué perfectas. Las estrellas, la luna, las calles vacías en penumbra a las cinco de la mañana, los amaneceres. Este año he visto el amanecer más fabuloso que puedo recordar. Sublime. Siempre en compañía, he de puntualizar. Los amigos del pueblo tienen la peculiaridad de ser exclusivamente del pueblo, y eso los hace aun más importantes. Eso hace aun más importante mi mes anual en el pueblo. Este año he aprendido que las cosas no son bellas por que duren. En su fugacidad reside su esplendor. Ese pensamiento me ha acompañado desde el primer día que pisé el pueblo y me pregunté qué sería de mi el último, cuando tuviera que regresar. No me reconocía a mí misma cuando en respuesta a mis divagaciones, no encontraba otra cosa que conformidad y satisfacción. Cuando pensaba en mi vuelta, no se me disparaba el corazón, no me temblaba el pulso, como otros años atrás. Al acercarse los últimos días, no tenía miedo. Y eso era algo nuevo. Era algo tan nuevo que no sabía muy bien como reaccionar. He llegado a pensar que quizás era porque mi pueblo ya no me importaba tanto como antes; pero eso no es así ni mucho menos. Esa extraña fortaleza que de pronto me rodeaba, venia acompañada de una nostálgica alegría, y de recuerdos de todo lo que he hecho este mes de agosto: Rescatamos a un cachorro abandonado, fuimos tres veces de senderismo (de hecho nos perdimos una vez), hemos hecho una barbacoa de disfraces, bailado en las fiestas, desayunado perrunas bajo la lluvia, cantar Frozen en karaoke mientras bebemos litronas, excursiones a la civilización, visto dos lunas llenas gigantes, fotografiado las estrellas, me han hecho un retrato, he estado en fiestas huyendo de un acosador, hemos recolectado huesos de animales, he hecho un mejor amigo de cuatro patas, estrechado lazos con mis primas, he jugado a voleibol, hecho sprints en mitad de la sierra, asaltado una granja abandonada, he jugado con cabritas bebés, presenciado atardeceres colosales, me he sentido útil, he llevado tacones por esas cuestas de dios, sesiones de fotografía de desnudo, de niños, de perros, me he leído cuatro libros, hemos arreglado el mundo en debates interminables que casi se nos une el sol, he ayudado a mi hermana a superar la primera gran borrachera de su vida, he pintado y dibujado, me he reído a carcajadas, he hecho de peluquera infantil, de diseñadora de ropa, de James Dean... Es increíble lo que puede devolverte un tiempo bien invertido.
En conclusión, es la primera vez que vuelvo del pueblo sin ganas de morirme y me siento muy orgullosa de mi misma. Porque aunque no sepa como explicarlo, siento que este mes es el que más voy a echar de menos de toda mi vida, y a la vez es el que menos daño me ha hecho de todos los que recuerdo.
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