domingo, 18 de mayo de 2014

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Generalmente soy una persona fácil de contentar, de espíritu sencillo y todo eso. Me sorprendo a mi misma desbordando felicidad cuando menos me lo espero y me pregunto "¿Qué me hace tan feliz?" y la mayor parte de las veces, es la felicidad ajena. Me hace explotar de dicha.
Soy de esas que se preocupan constante e instintivamente por hacer felices a las personas de su entorno. De cualquier forma, manera humana o no, lo intento y me dejo la piel en pequeños e insignificantes actos que sé que marcarán la diferencia. Y cuando eso pasa, siento que puedo morirme tranquila en ese mismo instante.
He aprendido a no hacerme propios los problemas de los demás. Y mi madre si supiera de esto, me diría que no debo ir por ahí complaciendo a todos, que eso es de idiotas. Pero es una vocación, me gusta hacer felices a las personas que quiero.

También es cierto, que hay poca gente en la que esté interesada en contentar. Es como un instinto de protección, enfocado solo a aquellos a los que ves más débiles y desgraciados. Aunque sepa que luego son ellos los que me sacan las castañas del fuego. No esto no quiero decir que me sienta superior, ni mucho menos. Con esto digo que, a pesar de la visión de mierda y la falta inmensa de autoestima que tengo, se como hacer que los demás se sientan a gusto y se quieran, y quieran sonreír y quieran despertarse por las mañanas.

Y es por eso, que me merece la pena seguir haciendo lo que hago. Porque hago lo mismo que hace el resto del mundo, pero yo lo hago gratis, cobrando felicidad y autosatisfacción.

Entradas egocentrísimas donde las haya. Pero quiero dejarme claras mis virtudes, porque no suelo verlas a menudo.


Felicidad. Es tuya por derecho propio.


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